Hace tres días Andreu y yo hemos decidido tomar caminos distintos hasta llegar a Ulán-Udé. Nos quedaban cuatro días para llegar allí. Yo he optado por seguir un ritmo de carretera más lento, deteniéndome más a menudo a visitar entornos fuera de la carretera y acampando de camino a la ciudad.
Esta nueva dinámica está propiciando que sucedan más cosas.
Lo estoy disfrutando mucho.
Por fin he podido pegarme un baño en un río precioso en un
entorno salvaje.
He pasado frío una noche que amanecí a -1ºC a las 6 de la
mañana. En estas circunstancias, en un entorno natural, con las luces y los
sonidos del amanecer, el frío tras una noche metido en una tienda de campaña es
algo que invita a avivar las brasas de la noche anterior para hacer un café.
Ese café ardiente y su cigarro reactivan el cuerpo para empezar a trazar la
ruta de un nuevo día que no se sabe dónde terminará.
En uno de estos pueblos, que vi a lo lejos desde la carretera y al que llegué buscando comida, pregunté a un chico de una edad como Mateo, unos 14-15 años. El pueblo era atractivo, rural. Era domingo, me dijo que la tienda estaba cerrada. Cuando me despedía me pidió si le acercaba a su casa (todo esto en riguroso Ruso). Pensé que le hacía gracia montar en la moto y que le acompañaría tres ‘calles’. Tres pueblos después, tras 25 minutos campo a través (porque me dirigió por donde él hubiera ido andando) llegamos a su casa. Una humilde casa de madera en una calle de tierra en la que sus vecinos jugaban a la pelota. Entró corriendo a su casa y me pidió que esperase. Salió con su hermano pequeño para presentármelo con orgullo, enseñarle la moto y explicarle su aventura. Me hubiera quedado a vivir…
Hoy duermo en lo alto de una montaña a la que he llegado
tras una hora de pistas de tierra que llevan hasta Ulán-Udé. Mañana me quedan
dos horas más para llegar hasta allí.
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