Mi ruta por el país otomano continuaba hacia el oeste en dirección a Pamukkale y posteriormente tenía marcado Troya (para ver el caballo).
Como siempre, el camino buscando zonas apartadas, carreteras pequeñas o caminos y, de ser posible, lugares apetecibles en los que refrescarse.
La visita al día siguiente a las 6:30 de la mañana ya era
otra cosa. Temperatura buena, luz preciosa y muy poca gente. A la entrada
coincidí con Francisco, un motorista italiano con el que terminamos
compartiendo la visita y unas cervezas luego en la piscina del cámping. Lo
cierto es que la visita geológica está hecha en un momento, lo realmente
interesante son las ruinas de la ciudad romana, con orígenes en el año 188 AC,
asociados a este fenómeno natural: Hierápolis.
Teatro, calles, puertas de la ciudad, termas, … una visita
en la que la imaginación tiene que hacer poco trabajo para visualizar la vida
de la ciudad.
A esas horas mañaneras, entre las ruinas de la ciudad,
cuatro grupos de catalanes nos encontramos y estuvimos departiendo. Unos de
ellos, una pareja joven, me recomendaron cambiar Troya (donde al parecer ya no
está el caballo) por Efeso. El chico, que parecía muy estudiado en el tema, me
dijo que Troya lo descubrió un aventurero zafio y los restos que quedan están
muy mal tratados. Sin embargo Efeso cayó en manos de un equipo arqueológico
potente y resulta mucho más interesante.
Y así hice, terminada la visita y la cerveza con Francisco,
recogí el campamento y reanudé ruta hacia Efeso.
Llegué al día siguiente por la mañana. Realmente la
recomendación fue buena. En Efeso ya no es que la imaginación tenga que
trabajar poco para imaginarte la vida de la época, es que parece que podrías
entrar a vivir. En sus calles, los turistas, si desenfocas un poco la vista
para borrar los anacronismos, podrían perfectamente ser gentes de la época visitando
los comercios de la ciudad. Un espectáculo precioso e interesantísimo.
Qué potencia el imperio romano…
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