Un par de días dediqué a viajar desde Samsun a la Capadocia.
La moto recién salida de la revisión iba como nueva. Sobre
todo noté el cambio del kit de arrastre completo (cadena, piñón y plato) que
redujo muchísimo ruidos que venía notando. ¡Ya tocaba! Sentir la moto tan
afinada me devolvió mucha energía aventurera que había perdido tras el susto de
la montaña y el embrague…
Por el camino, una acampada en un bonito rincón arbolado donde di cuenta de un buenísimo pescado a la brasa.
El día 7 de agosto a media mañana llegué a la zona de la Capadocia. Entré en el pueblo de Ortahisar. Un pueblo en el corazón de la Capadocia y como tal, bonito pero muy turístico.
Empecé a rodar por caminos de arena que se adentraban en los cañones fuera del pueblo. Aquello ya era otra cosa. Circular por allí era realmente bonito y curioso por todas las formaciones caprichosas de la erosión del agua que me rodeaban. Y entonces llegué a un rincón profundo al que llegaba un riachuelo y crecían unos cuantos árboles en medio de aquella aridez. Y en aquel rincón, la pared del cañón estaba llena de orificios, ventanas, puertas, respiraderos, palomares, … una enormidad vertical en la que, además, se apreciaba vida.
Y allí bajo unos árboles, en un par de sofás desvencijados y una mesa improvisada cona tabla de madera sobre piedras, había tres chavales de entre 14 y 20 años comiendo. Me acerqué a preguntar si vivían allí. Y en efecto. Me dijeron que se podía visitar solamente la iglesia, que el resto estaba habitado. Cuando dije de ir a ver la iglesia me invitaron a sentarme a comer con ellos. Así que, aplicando mi filosofía del viaje de ‘si a todo’, me senté en el sofá y compartí el bol de pasta con tomate y pan y una cerveza que sacaron de una de las cuevas. Momento maravilloso de comunión con las personas. Conversamos (san Google Translator mediante), reímos, nos conocimos.
Cuando fue hora de seguir mi camino les pregunté por un buen
lugar para acampar. Fueron a buscar a un hombre de mi edad y éste me acompañó
con su moto hasta el pueblo de nuevo, compramos unas cervezas y me condujo
hasta una explanada elevada sobre una de las crestas que dominan visualmente la
zona de la Capadocia. Me dijo que allí podía acampar tranquilo y podría ver los
globos por la mañana.
Otro motorista estaba ya acampado en la zona. Era otro hombre turco también de nuestra edad. Compartimos las cervezas y algunas cosas de picar y charlamos. Al cabo de una hora estábamos juntos los tres bañándonos en un río lejos del pueblo al que fuimos con el coche del primer hombre. Pasamos la tarde juntos tomando cervezas en el río y comiendo unas salchichas crudas con pan que trajo el motorista. De regreso al campamento cenamos Mecit y yo frente a nuestras tiendas de campaña y fuimos a dormir.
Yo no era consciente del tema de los globos. No me puse
ningún despertador. No sabía lo que estaba por presenciar. A las 430 h de la
mañana me desperté (es una hora bastante habitual de despertarme durante este
viaje). Desde nuestra colina, en la penumbra del amanecer, se vislumbraban los
cañones de la Capadocia y decenas y decenas y decenas (conté más de cien)
globos aerostáticos despegando y alumbrando el cielo oscuro con sus fogonazos
esporádicos como un ejército de gigantescas luciérnagas. El espectáculo
era…indescriptible. Lo más emocionantemente pintoresco que he visto en todo el
viaje.
Un día…especial. Visita absolutamente alternativa. ¡Y la bbq…qué lugar! ¡Qué ambientillo de amigos! ¡Qué carne! ¡Qué escalivada! ¡Qué cervezas! ¡Qué vino! Qué … bonito todo…
La sobremesa duró hasta entrada la noche. Hacia las 12 h nos devolvían al campamento donde Mecit y yo caímos derrengados cada uno en su cueva plegable del decathlón…
La mañana siguiente nos recibió con el mismo espectáculo de
globos que volvió a tenernos embobados las dos horas que dura el espectáculo
con el café en la mano.
Y esta vez sí, recogí el campamento antes de que llegase Sedat, nos despedimos y seguí mi viaje hacia Pamukkale. Dejando atrás nuevos sentimientos de familiaridad turca y una experiencia única de vivir la Capadocia.
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